Primero la odió por coartar su ser. Luego de muchas peleas y enojos cedió. No podía odiarla, era parte importante de su vida.
Realizó varias estrategias, algunas funcionaron por algún tiempo. Luego de mucho insistir, de ahondar en su mente, encontró la razón por la cual ella la coartaba, entonces sintió pena. A ella tampoco la habían dejado ser.
A partir de ese momento todo fue más fácil, entendiendo las razones por las cuales era coartada, la perdonaba en cada oportunidad que eso sucedía. La conducta casi se había tornado automática. Lejos habían quedado los estallidos de rabia y dolor.
Ideó nuevos planes: encuentros, salidas y paseos. Por suerte, una vez en la vida algo le había salido bien, casi se podía decir que era felices compartiendo. El idilio duró un tiempo largo. Todo estaba en orden. Se evitaban todas las situaciones o conversaciones donde podía aparecer el control, el desprecio o la desvalorización. Y así se “llevaban bien”.
En pocas ocasiones se disgustaban. Pero algo comenzó a estar mal, por alguna razón en algunos días no le daban ganas de verla. Cuando se esforzaba en ello, no se sentía bien ni física ni emocionalmente. Se quedaba en casa y sentía alivio luego de inventar las explicaciones del caso que la eximían del encuentro.
Recobrada la energía, podía ocuparse de la casa, las plantas, hacer ejercicios y hasta arreglarse. Y así transcurría un día de tantos. La semana se presentaba con las ocupaciones regulares, las de siempre, y todo iba en forma ordenada y el bienestar regresaba al físico y a las emociones.
El fin de semana había llegado nuevamente, y el viernes ya había realizado el ejercicio mental que la llevaba al próximo encuentro. Ideó un paseo corto de sábado, donde comprarían la ropa que le gustaba y luego un almuerzo en un restaurante cercano. Todo fue muy bien otra vez. Y el domingo se sintió libre de dedicárselo a sí misma.
Un día, como tantos, fue a la casa de ella. Y cuando todo parecía ordenado, un pedido la sacó del orden y la calma que se había propuesto tener. Y le dijo: “No”.
Y la reacción fue la conocida, desprecio y desvalorización. Pero en esta oportunidad no cedió. Enumeró todas las razones por las cuales no cumpliría con lo pedido. Y ella, ofendida y con dolor de cabeza dijo que no hablaran más del tema.
Se sintió como si se sacara un peso de encima. Terminó de almorzar y tomó un té. Realizó todo lo que había planificado, menos el pedido que ella le había hecho. Y el día tuvo un desarrollo tranquilo.
Cuando llegó a su casa, recordó lo sucedido y pensó que algo había cambiado. Comenzó a sentirse fuerte, capaz de sostener la palabra y las acciones en forma coherente con lo que sentía.
A partir de ese día, la vida no fue la misma.
Solo concurría los días que tenía la energía suficiente como para mantenerse centrada, para no caer en provocaciones. Las visitas y paseos se distanciaron. Si iba seguido, medía la cantidad de tiempo de permanencia. Sentía que cada vez estaba mejor. Ya no caía en aquellos pozos de tristeza.
Algunas veces, sin ganas, hacía el llamado telefónico obligado, y volvía a quedar vaciada. Si se recuperaba, volvía a visitarla y si notaba que no había vuelto a su estado anímico pleno, se quedaba un día más, hasta recuperarse totalmente.
Pasaron años antes de que comprendiera por qué le ocurría tan fácilmente el caer en relaciones abusivas y destructivas. No solo comprendía y compadecía al abusador, sino que estaba habituada a ello.
Todo el desprecio y desvalorización que su madre le había infringido a través de su propio traumatismo, le había generado un aprendizaje más allá del dolor. Ahora, tenía un conocimiento más completo de sí misma y de las profundidades del dolor ajeno.
Pero esta vez, aunque lo creyera demasiado tarde, le había puesto punto final a la desvalorización y al desprecio. Quien realmente era, debía ser libre, sin ataduras parentales y/o afectivas. Por primera vez era libre de manipulación.