Desde la infancia la recuerdo florecer.
En aquel sitio tosco, descuidado y alejado, ella florecía para todos. Sin atención ni cuidados, entre las sobras, con la compañía de los cerdos, ella florecía.
Su rebeldía y elasticidad la mantenían allí. Era mi deleite su silenciosa hermosura, y de alguna manera me cobijaba. Era el camino seguro hacia lo bello, lo bueno y lo puro. Olvidada por todos, no vista ni oída, Blanca nieves florecía como un regalo de fortaleza.
La sensación que me invadía al acercarme era extraña, difícil de interpretar para una niña, pero con certeza el bienestar estaba presente. Recogerla, significaba dar un paso hacia la armonía y la belleza. Adornar la casa con sus flores, era como correr el velo gris que la habitaba, y para mí un soplo de aire fresco para mis ojos y mi alma.
Así era y así es, llegar a ella. Cobija lo más preciado, el tesoro interno y cuando accedes a él, todo se vuelve brillante, luminoso, expansivo, rico y pleno. Aún pasa desapercibida para muchos. Aún no es tenida en cuenta ni cuidada, como pasaba en mi infancia. Permanece indemne al paso del tiempo, no sabe rendirse ni conoce la vejez. Está allí, esperándonos.